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Un primero de enero

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“Lo que no ha sucedido es a menudo más determinante que lo que ha sucedido”, escribe Régis Debray en Crítica de la razón política. Es 1981 y el compañero del Che Guevara en Bolivia apresado en 1967, el que también acompañó a Salvador Allende en el triunfo de la Unidad Popular en Chile, ahora se convierte en asesor del primer gobierno socialista en Francia. Recuerda así su “no-suceso” más extraordinario, cuando, por presión de los escritores franceses –Sartre y Malraux, principalmente– sale de la prisión en Bolivia en 1970: 

“La Cordillera de Los Andes va a ser la Sierra Maestra de América. Para 1970 no hay nada de tal acto. Pero sin la omnipresencia de ese no-acontecimiento, el conjunto y cada uno de los actos de la Revolución castrista en ese periodo se vuelven inexplicables. Lo que sucede no es ni la mitad de lo real.” 

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En estos días se celebran los 60 años de la Revolución cubana, un acto más imaginado que real. Para América Latina, lo extraordinario y hasta azaroso de esa revolución fue signo de que era universalmente posible. La apoyaron sobre todo los que nunca vivieron bajo ella. Para otros, es una esperanza que empieza el 1 de enero de 1959 y termina en 1965, con la constitución del Partido Único en la isla. La lectura que Debray hace 20 años después es todavía precisa: el socialismo no inaugura un nuevo tipo de política. Los usos del poder no cambian en el nuevo sistema económico. Se le llamó “totalitarismo” después de 1965 y notablemente tras el juicio contra el poeta Heberto Padilla en 1971, pero ese término no es distinto del que se acuñó no para explicar sino para etiquetar a los habitantes no-europeos –“totémicos y primitivos”– o a los países árabes como “terroristas”. Si acaso, el “totalitarismo” funcionó para decirnos a los demás “demócratas”, “civilizados”, “plurales”, “tolerantes”. 

Pero no explicaron la persistencia de los usos del poder centralizado que no es ni una creación del socialismo (“la culpa es de Marx”), ni distinguible de cómo funcionan los consejos directivos de los modernos corporativos empresariales. Las dinastías familiares, el premio al vasallaje, las intrigas en palacio, las herejías, las ejecuciones, el reparto del Estado en feudos, no son ni socialistas ni provienen de lo imaginado por los filósofos de la ruptura. Las historias de la Cuba revolucionaria, desde la partida del Che, la crisis de los misiles en octubre de 1962, hasta el caso de Padilla o el del general Arnaldo Ochoa con el tráfico de diamantes, parecen más propias de la Florencia renacentista. ¿Por qué la política no cambió cuando se trataba de engendrar una nueva sociedad y hasta un “hombre nuevo”? 

Debray no sigue la regla de la izquierda de “no criticar lo real para no darle armas al enemigo”. Una regla que hasta el mismo Octavio Paz aconsejaba en una carta a su par Tomás Segovia: “Hay que ganarse el derecho a criticar a Cuba en lo que sea criticable, criticando antes a otros regímenes latinoamericanos, empezando por México”. Consejo que el propio Paz olvidó años después. Debray, en cambio, señala que la supresión del tiempo que implica todo poder mutó en el régimen cubano en la ceremonia. Desfilar, conmemorar, fue la forma en que la detención del tiempo trató de combatir el aburrimiento. Hacer la Revolución fue conmemorarla, al igual que le sucedió al régimen de Partido Único en México. 

En el caso de la política isleña fue también esperar a que el bloqueo económico se levantara, a que pasara la tormenta del fin de la Unión Soviética, a que el Partido tomara la improbable decisión de autodisolverse. El aburrimiento es un síntoma del tiempo eterno de la espera como la claustrofobia lo es del espacio inmutable. “Hay sociedades socialistas sin gulag ni prisioneros políticos, pero no hay ninguna donde uno no se aburra”. 

“Aquel que no piensa realmente lo que dice no quiere saber nada del que no dice lo que realmente piensa”, define Debray a ese temperamento doble del militante cuya convicción está en no incomodar la pura esperanza. Así, la realidad se va justificando en función de algo que todavía no llega, pero a lo que es necesario aspirar. Pero esta tampoco es una creación puramente socialista. La vemos entre los neoliberales que piden paciencia para que las “reformas surtan su efecto” providencial o en los timoratos de la democracia “siempre perfectible”. Y es que la dominación no se termina con el fin de la explotación. Una proviene del uso del poder político y cómo se sujetan voluntariamente los dirigidos a sus dirigentes, y la otra –sabemos gracias a Marx– es consustancial al régimen económico. 

El socialismo cubano probó el esfuerzo por eliminar la explotación pero no la servidumbre voluntaria. Como en el resto de los países, en Cuba seguimos viendo sociedades incompletas, que inventan un sentido sin jamás alcanzarlo. En el capitalismo neoliberal es el deseo de consumir y, más exactamente, de desechar. En lo que queda de la Revolución cubana es la épica de lo irrealizable. La política, en efecto, no se debate entre “verdadero o falso”, sino en “realizable o irrealizable”. La ilusión en política es real y no requiere pruebas de verdad. Las ideas de lo político rara vez se convierten en la política, de ahí que acometer una hazaña no pertinente siga siendo la forma de cómo imaginamos la acción. 

La Revolución cubana suele ser juzgada en relación a los países de Europa del Este sin tomar en cuenta que su socialismo no fue importado sino generado a partir de una revolución de liberación nacional. En un inicio, el Movimiento 26 de julio se plantea completar lo que José Martí no pudo: ser una nación. Es hasta que se ve envuelta en la Guerra Fría cuando esa revolución se alía con el socialismo soviético, y su papel en América Latina, tan peculiar como el del cardenismo en México, terminó por formar parte de una estructura bipolar. En su ensayo La polis literaria, Rafael Rojas estudia el choque de esas ilusiones: cómo el boom de los novelistas –a pasar del apoyo irrestricto de Mario Vargas Llosa a los lineamientos culturales de la Revolución cubana– termina por enfrentarse al proyecto de Casa de las Américas en temas centrales para la política y para el arte: la libertad creativa, la homosexualidad y la novela continental. 

Lo que Rojas delinea es un alejamiento de los escritores del boom latinoamericano de las posturas de la burocracia cubana y su acercamiento a la Unidad Popular de Allende. Es Carlos Fuentes, apoyado por la editorial Gallimard en París, quien decide convocar a los novelistas a escribir lo que sería realmente la Guerra Fría en el continente: las dictaduras militares. De esa convocatoria saldrían Yo, el supremo, de Roa Bastos; El otoño del patriarca de García Márquez, y El recurso del método de Alejo Carpentier. Fuentes tendría razón aquella vez: la Guerra Fría militarizó a América Latina por oposición a la idea, la ilusión, de la Revolución armada como en Cuba o electoral como en Chile. Al final, el continente se llenó de batallones. 

Lo que acaso quepa preguntarse ahora que los cubanos conmemoran los 60 años de su revolución me lleva a una reflexión sobre otros aconteceres esperanzadores. Me refiero al paso de una idea de lo nuevo y su transformación en lo de siempre. Mi ejemplo no es geográfico porque lo latinoamericano es una memoria de un territorio. La voluntad es histórica. Se puede contar a través de tres edictos romanos. El primero es el de Carcalla en el año 212 y dice: “Todo hombre libre que entre al Imperio se convierte en ciudadano romano”. Un siglo después, Constantino autoriza todos los cultos incluyendo el catolicismo. Pero en 392, Teodosio decreta que la religión oficial del Imperio es el catolicismo y que el Estado es su representante. En el primer edicto hay una voluntad de decir que todo el mundo es romano; en el siguiente se establece que también los cristianos son romanos, pero en el último se niegan los anteriores para decretar que sólo los cristianos son romanos. Algo parecido le sucedió a la idea de la Revolución. De esa oscuridad están hechas, también, nuestras ilusiones.