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EL JARIPEO DEL TERROR Y LA DESIGUALDAD

Columnas
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México es tan clasista que hasta en la tragedia se evidencian los códigos postales. Si un grupo armado y encapuchado hubiese echado tiros contra los aficionados de la Plaza México, un domingo de corrida, la noticia se habría elevado hasta la primera plana de los diarios internacionales.

Pero Zacacoyuca, Iguala, no es la Ciudad de México ni el público que fue al jaripeo del domingo 2 fuma puro ni se codea con el poder del dinero.

Acaso por esta razón principal en Iguala las cosas están peor que hace cinco años y cuatro meses, cuando desaparecieron los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Si todos importáramos lo mismo el Estado mexicano se habría invertido, de cuerpo entero, para desmantelar las redes criminales que unieron y siguen uniendo a los poderes político, militar, policial y delincuencial en el estado de Guerrero.

A los normalistas no se los llevó una nave espacial: los desapareció una empresa formada por delincuentes que es la máxima autoridad sobre ese territorio.

Porque esa región de Guerrero no ­importa al resto del país, después de la ­desaparición de los muchachos, en vez de acortarse se fortaleció el poderío de los ­perpetradores.

Primero, la organización de Los Rojos aprovechó para ganar terreno a sus adversarios, Los Guerreros Unidos. Desde Iguala hasta Cuernavaca esa banda criminal impuso un régimen de terror que, sin importar la baja de algunos de sus líderes, ha sembrado mucha sangre entre las poblaciones.

Sólo una mezcla de indolencia y complicidad podría explicar este fenómeno nefasto. Las desapariciones, los asesinatos, los secuestros, la extorsión y los ajusticiamientos no han disminuido nada, en esa geografía, desde 2014.

Algunos supusimos, también de manera equivocada, que Los Guerreros Unidos pagarían por sus atrocidades. Siendo esta organización la que presumiblemente fue responsable material de los hechos ocurridos la noche del 26 de septiembre de 2014, era de esperarse que iba a ser desmantelada en todas sus partes.

Pero no fue así. Según información sin confirmar, el acto terrorista que sufrieron más de 300 personas la noche del domingo 2, durante un jaripeo de Zacacoyuca, volvió a tener como responsables a Los Guerreros Unidos.

La balacera que reportó un muerto y varios heridos, y que aterrorizó durante varios minutos a niños, ancianos mujeres y varones habría tenido como propósito, por parte de Los Guerreros Unidos, avisar a Los Rojos que están de vuelta con ánimo de recuperar sus antiguas plazas.

¡De no creerse! La desaparición de los normalistas va quedando atrás como un capítulo más dentro de una larguísima saga de odios y batallas entre dos organizaciones criminales que continúan luchando, por todos los medios disponibles, para apropiarse de un extenso y próspero territorio dedicado al cultivo y procesamiento de la amapola.

Mientras tanto, el Estado y sus gobiernos miran para otro lado. Así lo hizo la administración de Enrique Peña Nieto que, no por inepta sino por corrupta, dejó intocados los hilos del poder criminal en esa misma zona.

Lo peor es que la nueva administración de la 4T no ha hecho mejor las cosas. Si bien los padres de los 43 sostienen una relación de confianza con el poder político, las condiciones y el contexto que permitieron la tragedia de Ayotzinapa sobreviven sin mayor rasguño.

De otra manera, ¿cómo explicar las imágenes observadas en el video que alguna de las víctimas de Zacacoyuca compartió en las redes sociales la madrugada del 3 de febrero?

Lo más grave es que frente a estos hechos se impone una mirada normalizante por parte de la mayoría de la sociedad, incluyendo los medios de comunicación.

¿Autocomplacencia? ¿Resignación? ¿Acaso complicidad? “Así es y ha sido siempre la vida en Guerrero”, piensa en voz baja la indolente mayoría.

Lo cuestionable es la desigualdad en esa mirada normalizante: todos saben, incluidos los criminales, que mientras las víctimas sean pobres y desposeídas, la tragedia será tolerable para el resto del país.

Las balas de los AK-47 tienen permiso de ser disparadas, siempre y cuando apunten contra los más vulnerables. En las ­ráfagas de fuego no hay azar, por eso los ­desaparecidos de Ayotzinapa, por eso los campesinos de Guerrero, por eso los asistentes al jaripeo de Zacacoyuca.

Si no hay azar entonces alguien decide a quién le toca y a quién no. En ­México sí hay límites impuestos sobre los criminales. Ellos saben con quién meterse, ellos conocen el alcance de su terror, tienen claro hasta dónde pueden llegar.

La frontera de sus actos la define la autoridad del gobierno; la misma que no perdonaría una balacera fuera de la Plaza México, la misma que actuaría con todo el peso del Estado si uno de los heridos fuese un varón fumador de puro o una regidora de la alcaldía de la Benito Juárez, de la Ciudad de México.

Ciertamente el código del comportamiento delincuencial tiene reglas que definen a los intocables y por consecuencia a las víctimas irrelevantes.

¿Cuánto durará esta historia de violencia insoportable? Pues el tiempo que dure desigual la tolerancia del Estado frente al terror, dependiendo del código postal donde ocurra la muerte y la desaparición.

Este análisis se publicó el 9 de febrero de 2020 en la edición 2258 de la revista Proceso