En Chiapas la represión y la violencia institucional ha sido una práctica cotidiana para el manejo del control político. La lista de líderes sociales asesinados es larga e incluso, en la primera mitad del siglo XX se llegó a la aberración de aprobar una ley en la que se autorizaba a los grandes propietarios a la creación de las guardias blancas, que se encargaron de desaparecer cualquier brote agrarista de protesta.
La violencia institucional en Chiapas tiene diferentes patrones de comportamiento. Primero la creación de las guardias blancas, luego la intervención directa de los militares y los cuerpos de seguridad, después del levantamiento zapatista surgen los grupos paramilitares y ha sido una constante en el territorio las ejecuciones extrajudiciales, el encarcelamiento y la persecución. La frase de entierro, encierro o destierro se convirtió en un mal principio político de los gobiernos en la entidad.
Lo execrable en todo el largo proceso de violencia institucional en Chiapas, es que el Estado incumple con la responsabilidad de investigar y sancionar a los responsables de esta violencia, en el que la mayoría de los crímenes y desapariciones forzada están impunes y no hay investigación ministerial de los hechos ni castigo a los culpables ni la búsqueda de acciones judiciales que ponga límites a los abusos de poder, en el que prevalece un clima de impunidad.
Así sucedió con los crímenes de los comisariados de los bienes comunales de Venustiano Carranza, de Andulio Gálvez, Sebastián Núñez Pérez, Rubicel Ruíz Gamboa, etc., etc.
En los gobiernos de los últimos 50 años han existido asesinatos políticos, desalojos, desapariciones, detenciones arbitrarias, persecuciones, tortura, que muestra el rostro del ejercicio del poder en Chiapas, en donde la clase política chiapaneca se empecina en mantener este estado de impunidad y de violencia institucional arropado en un discurso que considera que en Chiapas no pasa nada y cuando pasa tampoco pasa nada, como cuando han habido masacres, que desafortunadamente son bastantes: Bolomchan, en el municipio de Sitalá, Acteal, en Chenalhó, la masacre en el municipio de El Bosque, los asesinados en Chinkultic, en el municipio de Trinitaria y los de Viejo Velasco, en Palenque.
En Chiapas nadie está a salvo de la arbitrariedad en el ejercicio del poder, esto aplica para el actual gobierno, que no ha mostrado caracterizarse por el respeto a las libertades y a los derechos ciudadanos y en donde la violencia y la inseguridad presenta situaciones preocupantes de impunidad, en donde la fiscalía reprodujo la vieja práctica priista de la fabricación de delitos para imputar a inocentes y en donde la tortura pervive como el más eficaz instrumento de la investigación policíaca.
La historia de la violencia institucional en Chiapas debe de dejar de repetirse, pues la administración de Rutilio buscó instituirse como un gobierno diferente pero está quedando a deber, pues la realidad señala que más bien es un gobierno de continuidad de los malos gobiernos que lo precedieron, en el que aún y con su manifiesto malestar, el gobernador protege a los funcionarios de los malos gobiernos anteriores, pero difícilmente a él alguien lo va a proteger y cuando termine su gestión, puede ser sometido a la investigación y el castigo.
La violencia en Chiapas
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