La rebelión indígena zapatista de enero de 1994, se manifestó como una respuesta al fracaso político de la clase gobernante mexicana, quien en 70 años de gobierno, no logró sostener la continuidad de un programa de justicia social y de construcción de un Estado de derecho.
Este hecho mostró la crisis y el agotamiento del régimen político del partido hegemónico y no fue casualidad que el movimiento indígena estallara en Chiapas, la entidad federativa de la República Mexicana con los mayores índices de desigualdad social en el país, y que en ese momento, expresaba las mayores contradicciones de un modelo de modernización económica –que propuso la integración del país al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá-, con la prevalencia de una sociedad tradicional, como la chiapaneca, con una larga historia de resistencia, de conflictos internos por la lucha de la tierra y gobernada por un grupo político con fuertes anclajes al pasado, que establecía como su principal fuente de dominación la violencia institucionalizada.
En este sentido, el movimiento zapatista representaba la renovación de un régimen político autoritario, en la que la crisis de legitimidad había tocado fondo, lo que obligaba a la transformación de las condiciones sociales del país y en específico del Estado en Chiapas, lo que implicaban la constitución de un proyecto democrático, de construcción de nuevas ciudadanías y de nuevas relaciones de poder sobre la base del respeto a las libertades y los derechos humano.
23 años después de la rebelión zapatista, los avances de la vida democrática, aún con la existencia de dos gobiernos de alternancia política, son poco satisfactorios. Los procedimientos para la representación política en México –a través de los partidos políticos-, continúan en crisis, las formas autoritarias del ejercicio de poder prevalecen en la cultura política, la participación de la ciudadanía es limitada y hay una debilidad en la división de poderes, en donde se mantienen las atribuciones metaconstitucionales del Poder Ejecutivo.
Si esta consideración es válida para el país, para el Estado de Chiapas las condiciones políticas son todavía peores, en virtud de que aquí la oposición está cooptada por el gobierno, no hay una competencia electoral, se mantiene una política social asistencialista que reproduce el voto del hambre, lo que hace que el voto no se ejerza libremente y el triunfo de los candidatos se define prácticamente por el voto decisorio del gobernador.
Bajo estas condiciones el escenario político de Chiapas no solo no tuvo mejoras con la insurrección zapatista sino que empeoró, pues en el gobierno de Pablo Salazar la oposición organizada desapareció -bajo el criterio de encierro, destierro o entierro-, y los partidos políticos así como las organizaciones indígenas-campesinas terminaron desnaturalizadas y sometidas al gobierno.
Al finalizar la administración de Salazar Mandiguchía, la rancia clase política chiapaneca -que se caracteriza por su enorme incapacidad para autoreformarse-, recuperó el poder de la entidad y hoy día la gubernatura y las tres senadurías de elección, se encuentran en manos de la juniorcracia y esa vieja clase política se encuentra en disputa entre sí, por la sucesión del año 2018.
Hoy día el escenario político en la entidad se ha polarizado, pero de igual forma las condiciones sociales se han agudizado; la pobreza y la pobreza extrema han crecido y hoy día 8 de cada 10 chiapanecos, viven en condiciones de pobreza. Esto vuelve a poner en evidencia el fracaso y el agotamiento del grupo gobernante, tal como sucedió en la revuelta del 1 de enero, con la diferencia, de que en este momento está desarticulada la protesta y no se ven visos en que pueda surgir un grupo que hegemonice el malestar y que le de organicidad a la irritación social.
El problema mayor en un futuro inmediato, es la ausencia de una movilización con organización, lo que abre la posibilidad a un caos generalizado, en el que socialmente todos pierden.