La versión oficial sobre la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa – sin suficiente sustento científico y erigida con testimonios obtenidos bajo tortura– es lo que más ha lacerado a sus familias, “no porque éstas no quieran aceptar la verdad, sino porque la verdad fue manipulada en un grosero intento de cerrar con precipitación un caso que acicateó la adormecida conciencia del país entero”, señala el Centro Prodh en el prólogo a la nueva edición del libro Ayotzinapa. La travesía de las tortugas.
Publicada por Ediciones Proceso, la obra –que se presentará el próximo martes 24– reconstruye fragmentos de vida, de sueños y recuerdos de los 43 estudiantes desaparecidos en la trágica noche del 26 al 27 de septiembre de 2014 en Iguala.
Los estudiantes el 2 de octubre. Los desaparecidos de la Guerra Sucia. Los mineros de Pasta de Conchos. Las muertas de Juárez. Las víctimas de la Guerra contra el Narcotráfico. Las mujeres de Atenco. Los 72 migrantes de San Fernando. Los miles de desaparecidos de la última década. Los ejecutados en Tlatlaya. Los 43.
El recuento de la saga de violaciones a derechos humanos e impunidad que atraviesa la historia reciente de México parece narrarse mediante coordenadas sin rostro. Su individualidad se diluye en una abstracción para la que dejan de ser relevantes los rasgos de identidad personales, los sueños, los vínculos y la vida misma.
Como ha señalado Javier Sicilia hablando desde su propia experiencia de dolor: “(…) Las víctimas de la violencia aparecen siempre con las fotografías de aquellos que fueron asesinados o están desaparecidos. Donde quiera que irrumpan, lo que enarbolan en esos rectángulos es el rostro del hijo, de la hija, del hermano, de la hermana, del padre, de la madre, del amigo o de la amiga en el instante en el que una cámara capturó su cotidianidad antes de que el crimen la destruyera y el Estado la olvidara. Sus presencias, fijadas en un papel o en una camiseta, son, en sus individualidades destruidas, un grito mudo, una mirada que nos observa, nos acusa de su olvido y nos llama a recordarlas y devolverles su nombre”.
Cuando las víctimas son despojadas de su nombre, no sólo se tiende un velo de oscuridad sobre sus vidas, sino que también se pierde la oportunidad de tender puentes de empatía con una sociedad que suele ser indiferente al dolor que causa la violencia, pues es respecto de la interpelación profunda de los rostros y de las historias personales que puede surgir la compasión que ha perdido nuestra sociedad, indispensable para revertir la violencia que lastima a México.
Marchando con Letras así lo entendió tras los eventos que sacudieron a México el 26 de septiembre de 2014 y desplegó una investigación periodística que, como escribió Héctor de Mauleón en el prólogo a la primera edición de este libro, fue en muchos sentidos “ejemplar”. Las autoras y los autores donaron su tiempo para contar las historias de cada uno de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa que fueron victimizados esa noche cruenta.
Como es sabido, el saldo de la noche de Iguala fue brutal: 43 jóvenes estudiantes de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, fueron desaparecidos; seis personas ejecutadas, entre ellas tres normalistas, incluyendo el caso de un joven cuyo cuerpo apareció con claras muestras de tortura; 40 personas al menos fueron lesionadas, entre ellos dos estudiantes que resultaron con afectaciones permanentes a su salud.
En total, fueron más de 180 víctimas directas de violaciones a derechos humanos esa noche y alrededor de 700 víctimas indirectas, considerando los núcleos familiares de los agraviados.
El llamado “Caso Ayotzinapa” se volvió emblemático de la crisis de violencia, desapariciones y violaciones a derechos humanos que ha enfrentado México durante la última década. No por tratarse de un dolor que importe más que otros –pues las víctimas son iguales en dignidad y no hay jerarquías admisibles entre ellas–, sino por el modo en que sacudió al país.
Varios son los factores por los que esto ocurrió: el inaudito número de personas desaparecidas durante un solo evento; el origen estudiantil de las víctimas; la historia de lucha de la Normal; la movilización que impulsaron los compañeros de los jóvenes; la férrea y digna unidad desarrollada por los familiares de los chicos, sostenida hasta el día de hoy; la intervención temprana de periodistas y organizaciones de derechos humanos; la internacionalización de la búsqueda de justicia; los múltiples testimonios del involucramiento de actores estatales en los hechos; la colusión entre el crimen organizado y las instituciones estatales de los diversos niveles –incluyendo el federal–, la documentada indolencia del sistema de justicia ante las exigencias de respuestas por parte de las familias, entre otros.
Más allá de esta discusión, lo cierto es que durante cinco años los familiares de los estudiantes de Ayotzinapa han resistido unidos toda suerte de agravios, incluyendo la construcción de una “versión oficial” sobre los hechos que se confeccionó sin suficiente sustento científico. Fue esta versión, erigida sobre testimonios obtenidos bajo torturas, lo que más laceró. No porque las familias “no quisieran aceptar la verdad”, como muchas veces se aseveró desde el poder, sino porque la verdad, que también es un derecho, fue manipulada en un grosero intento de cerrar con precipitación un caso que acicateó la adormecida conciencia del país entero.
Venturosamente, el caso no pudo ser cerrado gracias al trabajo de instancias como el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y, sobre todo, gracias a la supervisión internacional del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), del Mecanismo Especial de Seguimiento para el caso Ayotzinapa –ambos creados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)– y de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH).
Hoy, las familias de Ayotzinapa, siguen buscando la verdad. No una verdad a modo, sino la verdad que aclare el paradero de sus hijos y que esclarezca cabalmente qué sucedió la noche del 26 de septiembre de 2014. Por ello, han iniciado una nueva etapa en su interlocución con las instituciones del Estado. La alternancia en el Ejecutivo Federal ha reabierto la esperanza de que finalmente se reviertan la impunidad y la mentira, entre otras cosas con la creación de una Comisión Presidencial para la Verdad y la Justicia.
Ayotzinapa se ha mantenido como una herida abierta durante un lustro. Fue con proyectos como La travesía de las tortugas –pionero en llevar al público las voces de las familias y, con ellas, el rostro y la vida de los estudiantes– que las familias dieron a conocer por medio de sus relatos, la identidad de sus hijos; la vida que llevaban antes de llegar a la Normal, sus aspiraciones y sus sueños. Fue con estos relatos que no sólo conocimos a cada uno de los estudiantes desaparecidos, sino también a quienes fueron privados de la vida en esa noche y a quienes sobrevivieron con secuelas permanentes. El trabajo de Marchando con Letras tendió, así, un invaluable puente de empatía.
Pero este libro fue todavía más allá: terminó siendo una herramienta de defensa para las familias. Frente a los intentos auspiciados por la Procuraduría General de la República y otras instituciones de criminalizar a los estudiantes, difundiendo –hasta con filtraciones ilegales– todo tipo de hipótesis sin sustento, y presentando a los jóvenes como víctimas propiciatorias de su propio infortunio, en estas páginas quedó un testimonio serio y documentado sobre la vida de unos chicos que en muchos casos dejaron la adolescencia poco antes de ser desaparecidos.
Así, gracias a La travesía de las tortugas podemos imaginar a César Manuel en las carreras de autos tubulares; a Pepe con miedo a enamorarse; a Bernardo ayudando a su papá en el cafetal; a Benjamín bailando como Michael Jackson, a Dany jugando futbol. Cada uno de los estudiantes reaparece lejos de esa imagen distorsionada que, para acompañar una investigación inverosímil, difundieron las instituciones mexicanas.
En los rostros reconstruidos en este libro refulgen también los rostros de sus padres, madres, hermanos, hermanas, abuelos, abuelas y en algunos casos de sus pequeños hijos e hijas. En sus páginas se ha quedado doña Minerva Bello, quien murió sin conocer el paradero de Everardo; doña Bertha, quien perdió en estos años a su esposo Eustorgio sin que ambos pudieran acceder a la justicia ante la privación de la vida de Julio César; han quedado, en fin, todas las familias que han visto su vida impactada por la ausencia de sus seres queridos. Para el Centro Prodh, organización civil junto con Tlachinollan, Fundar y Serapaz, ese testimonio de fortaleza de las familias ha sido una inacabable fuente de esperanza.
Los rostros de los 43
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